«On the road», Jack Kerouac.

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Terry salió con los ojos llenos de lágrimas. En su sencilla y curiosa cabecita se había dicho que un chulo jamás tira los zapatos de una mujer contra la puerta ni le dice que se vaya. Se desnudó con un dulce y reverente silencio y deslizó su menudo cuerpo entre las sábanas junto al mío. Era morena como las uvas. Vi la cicatriz de una cesárea en su pobre vientre; sus caderas eran tan estrechas que no puedo tener a su hijo sin que se la abrieran. Sus piernas eran como palitos. Sólo medía un metro cuarenta y cinco centímetros. Hicimos el amor en la dulzura de la perezosa mañana. Después, como dos ángeles cansados, colgados y olvidados en un rincón de LA, habiendo encontrado juntos la cosa más íntima y deliciosa de la vida, nos quedamos dormidos hasta la caída de la tarde.

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Pero no. Aquella mañana tenía que cogerme un maníaco que creía que el ayuno controlado mejoraba la salud. Tras ciento cincuenta kilómetros se mostró indulgente y sacó unos emparedados de mantequilla de la parte trasera del coche. Estaban escondidos entre su muestrario de viajante. Vendía artículos de fontanería por Pennsylvania. Devoré el pan y la mantequilla. De pronto, me empecé a reír. Estaba solo en el coche esperándole mientras hacía visitas de negocios en Allentown, y reí y reí. ¡Dios mío! Estaba cansado y aburrido de la vida. Pero aquel loco me llevó hasta Nueva York.

De repente, me encontré en Times Square. Había viajado trece mil kilómetros a través del continente americano y había vuelto a Times Square; y precisamente en una hora punta, observando con mis inocentes ojos de la carretera la locura total y frenética de Nueva York con sus millones y millones de personas esforzándose por ganarles un dólar a los demás, el sueño enloquecido: cogiendo, arrebatando, dando, suspirando, muriendo sólo por ser enterrados en esos horribles cementerios de más allá de Long Island. Las elevadas torres del país, el otro extremo del país, el lugar donde nace la América de Papel. Me detuve a la entrada del metro reuniendo valor para coger la hermosísima colilla que veía en el suelo, y cada vez que me agachaba la multitud pasaba apresurada y la apartaba de mi vista, hasta que por fin la vi aplastada y deshecha. No tenía dinero para ir a casa en autobús. Paterson está a unos cuantos kilómetros de Times Square. ¿Podía imaginarme caminando esos últimos kilómetros por el Túnel Lincoln o sobre el puente George Washington hasta Nueva Jersey? Estaba anocheciendo. ¿Dónde estaría Hassel? Anduve por la plaza buscándole; no lo encontré, estaba en la isla de Riker, entre rejas. ¿Y Dean? ¿Y los demás? ¿Y la vida misma? Tenía una casa a donde ir, un sitio donde reposar la cabeza y calcular las pérdidas y calcular las ganancias, pues sabía que había de todo. Necesitaba pedir unas monedas para el autobús. Por fin me atreví a abordar a un sacerdote griego que estaba parado en una esquina. Me dio veinticinco céntimos mirando nerviosamente a otro lado. Corrí inmediatamente al autobús.

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Templo Malatestiano, León Battista Alberti, 1450, Rímini.

 

Templo Malatestiano. Javier Ibarrola 2014

 

Templo Malatestiano. Javier Ibarrola 2014

 

Templo Malatestiano. Javier Ibarrola 2014

 

Templo Malatestiano. Javier Ibarrola 2014

 

Templo Malatestiano. Javier Ibarrola 2014

 

Templo Malatestiano. Javier Ibarrola 2014

 

Templo Malatestiano. Javier Ibarrola 2014

 

Templo Malatestiano. Javier Ibarrola 2014

 

Templo Malatestiano. Javier Ibarrola 2014

 

Templo Malatestiano. Javier Ibarrola 2014

 

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Templo Malatestiano. Javier Ibarrola 2014

 

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«Juego y distracción» de James Salter.

Esta ciudad azul, indolente. Sus gatos. Su cielo pálido. El cielo vacío de la mañana, exhausto y puro. Sus calles hondas, hendidas. Sus patios angostos, el tenue olor a podredumbre dentro, peladuras de naranja tiradas en las esquinas. Los bordillos desiguales, con los bordes gastados. Una ciudad de médicos, dueños todos de amplias casas. Cousson, Proby, Gilot. Hasta las calles llevan sus nombres. Pasadizos que cruzan la muralla romana. La Porte de Breuil, sus rejas de hierro hundidas en la piedra como clavos de alpinistas. Las mujeres suben la cuesta empinada sin resuello, con los pulmones silbando. Una ciudad en la que todavía abundan las bicicletas. Por las mañanas pasan silenciosas. El olor del pan llena las calles.

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–Ésa es Anna Soren –me susurra Billy.

La reconozco, ha sido una actriz famosa. Los escombros de una gran estrella. Labios estrechos. La cara de una bebedora impenitente. Continuamente se apila el pelo con las manos y luego lo suelta. Se ríe, pero en silencio. Todo discurre en silencio: está hecha de ayeres.

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Pajot es un escritor, es bajo, inmensamente gordo, tiene la cara de un querubín con bigote. Su vida es admirada. Comienza al atardecer: duerme todo el día. Se alimenta a base de patatas y caviar, y de gran cantidad de vodka. No sólo se parece a Balzac, sino que asegura que es Balzac.

–¿Escribe como él?

–Bastante trabajo es parecerse a él –revela Beneduce.

Alcanzo a oír a Pajot. Tiene una sonora voz ronca de bajo. Fuma un prurito negro.

–Anoche cené con Tolstói… –dice.

Detrás de él hay hileras de hermosos libros depositados sobre anaqueles de cristal e iluminada desde abajo, como una fachada histórica.

–…estuvimos hablando de cosas que han dejado de existir.

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A él le gusta a veces penetrarla mientras ella está hablando. Se queda callada, las palabras brotan como pedazos de papel. Es capaz de silenciarla, de dirigir su respiración. En las grandes y secretas provincias donde ella existe entonces, caen estrellas como confeti, los cielos se tornan blancos. Los veo en la penumbra. Sus rostros muy juntos. La boca de ella es pálida y tierna, los labios sin carmín. Su cuerpo abierto irradia un calor que hay que estar muy cerca para percibir. Hablan de una visita a St. Léger. Ella lo describe. Es muy agradable organizar el día, la hora a la que irán, a quién es probable que se encuentren. Ella habla de sus padres, de la casa, de la vecina que siempre pregunta por ella, de los chicos con los que salía. Uno tiene un Peugeot ahora, no está mal, ¿eh? Otro tiene un Citroën. Su padre le cuenta todos los accidentes: eso es lo que más le preocupa. Dean escucha como si ella estuviera relatando un cuento maravilloso, lleno de inventiva, un cuento que, si se cansa, puede interrumpir con el más sencillo de los gestos.

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Dean se mira en el espejo mientras ella se desviste. Está desnudo. Se mira de cuerpo entero, con los brazos en jarras. Se ve como una persona diferente. Lo complace su delgadez, su pelo, que ha crecido demasiado, el reflejo triunfante de sí mismo. Es consciente de que ella se mueve a su espalda, pero lo que le interesa es su propia desnudez, excitante gracias a la presencia de Annie. La cuestión es que se descubre a sí mismo en presencia de ella. Es el reflejo con el que tienen que medirse todos los demás. está satisfecha de sí mismo. Su polla le parece ferozmente grande.

–¿Cómo hacemos el amor esta noche? –pregunta ella.

Y aguarda. Es capaz de convocar a todo el campo negro que los circunda, los silencios en que reposa cada objeto, cada forma. Las hojas invisibles que llenan la noche se rozan levemente. Las hierbas están inmóviles. Si uno escucha atentamente: el hilo de agua al pie de las ventanas baja por una cara de piedra y cae en el verdín. El croar de una rana. En el corazón de todo esto, yacen en una habitación de techo alto, con las cortinas corridas contra la luz de la mañana. La tenue acidez del sudor se seca en ellos, y también otra humedad, incolora, se endurece. Después estaban demasiado cansados para levantarse. Duermen sin moverse, con la manta por encima para protegerse del frío del alba.

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Los pechos le cuelgan dulcemente, como las ramas bajas de un árbol, como puñados de dinero.

 

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«Crónica de los Wapshot». John Cheever.

Benjamin no se había hecho retratar con su uniforme de capitán. Nada de eso. Aparecía con una gorra de terciopelo amarillo, adornada con piel, y una amplia túnica o bata de terciopelo verde, como si él, criado en aquella costa agreste y destetado con judías y bacalao, se hubiera transformado en un mandarín o en un aguileño príncipe renacentista, arrojando huesos a los mastines y joyas a las prostitutas y bebiendo vino en copas de oro, con los lazos de terciopelo de sus calzas a punto de reventar.

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El corazón de la casa de los Wapshot había sido edificado antes de la guerra de Independencia, pero desde entonces se habían llevado a cabo muchas obras para ampliarla, que daban a la casa la altura y la anchura de ese sueño recurrente en el que uno abre la puerta de un armario y se encuentra con que, en su ausencia, allí han surgido un corredor y una escalera. La escalera se eleva hacia lo alto y se convierte en un vestíbulo en el cual hay muchas puertas entre estanterías de libros, cualquiera de las cuales conduce de una espaciosa habitación a otra, de tal modo que uno puede vagar ininterrumpidamente, sin buscar nada, por un lugar que, incluso mientras se sueña, no parece en absoluto una casa, sino una construcción sin orden ni concierto, erigida para responder a alguna necesidad de la mente dormida.

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Malcolm Peavey conduce su velero río arriba y hay tanto silencio que sienten el ruido que hace al pasar. En la cocina, alguien está guisando una carpa y, como todo el mundo sabe, la carpa hay que cocerla con un buen burdeos, con ostras, anchoas, tomillo, mejorana, albahaca y cebollitas. Todo eso se puede oler. Pero cuando vemos a los Wapshot, desperdigados por su rosaleda cercana a l río, escuchando al loro y sintiendo el bálsamo de esas tardes que, en Nueva Inglaterra, huelen, así, a cosas de doncellas –a raíces de lirio y jabón de tocador y habitaciones alquiladas, mojadas porque una ventana quedó abierta y hubo tormenta; a orinales, y sopa de acederas, y rosas, y telas de cuadros, y césped; a togas de coro y ejemplares del Nuevo Testamento encuadernados en cuero blando, y pastos en venta radiantes de ruda y helechos–, cuando vemos las flores que Leander ha sujetado con palos de hockey rotos o con palos de escoba, cuando vemos que el espantapájaros del maizal lleva puesto el uniforme rojo de la extinta Guardia Montada de Saint Botolphs y que el agua azul del río parece estar mezclada con nuestra historia, sería erróneo decir, como dijo una vez un fotógrafo especializado en arquitectura, después de fotografiar la puerta lateral: «Es exactamente como una escena de J.P. Marquand». Ellos no son así, son gente del campo, y en el centro de la reunión está sentada la tía Adelaida Forbes, viuda de un maestro. Escuchad lo que dice la tía Adelaida.

–Ayer por la tarde –dice la tía Adelaida–, a eso de las tres o tres y media, cuando había suficiente sombra en el jardín como para no coger una insolación, salí a arrancar unas zanahorias para la cena. Bueno, pues estaba arrancando zanahorias y, de repente, arranqué una zanahoria rarísima. –Extendió los dedos de la mano derecha sobre su pecho, como si le fallara la capacidad descriptiva, pero luego la recuperó–. Bueno, yo he arrancado zanahorias toda mi vida, pero nunca vi una zanahoria como ésta. Crecía en una hilera normal. No había piedras, ni nada que lo justificara. Bueno, esta zanahoria era tal cual, no sé cómo decirlo, esta zanahoria era igualita a las partes del señor Forbes –un rubor le subió a las mejillas, pero el pudor no retuvo ni retrasó su relato. Sara Wapshot sonreía seráficamente ante el crepúsculo–. Bueno, pues me llevé las otras zanahorias a la cocina para la cena, y envolví esta zanahoria tan extraña en un pedazo de papel y se la llevé a Reba Heaslip. Como es una solterona, pensé que le interesaría. Ella estaba en la cocina, así que le di la zanahoria. Ese es el aspecto que tiene, Reba, le dije. Es exactamente igual.

Entonces, Lulú los llamó para cenar y entraron en el comedor, donde el olor a vino de burdeos, pescado y especias mareaba. Leander bendijo la mesa y les sirvió y, cuando probaron la carpa, todos dijeron que no sabía a agua estancada.

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El mundo está lleno de distracciones –encantadoras mujeres, música, películas francesas, boleras y bares–, pero a Coverly le faltaba vitalidad o imaginación para distraerse. Iba a trabajar por las mañanas. regresaba a casa al anochecer, llevando una cena congelada, que descongelaba y se comía en el mismo cacharro. Su realidad parecía asediada o combatida; su capacidad de esperanza parecía dañada o destruida. Hay cierto aldeanismo en algunos tipos de desgracia –una lejanía geográfica como en la vida que lleva el guarda de un paso a nivel–, un punto en el que la vida se vive o se soporta con el mínimo de energía y percepción, y en el que la mayor parte del mundo parece pasarnos velozmente por delante como los pasajeros de los maravillosos trenes de Santa Fe. Esa clase de vida tiene sus compensaciones –solitarias y soñadoras–, pero es una vida privada de amistad, relaciones y amor y hasta de una viable esperanza de huida. Coverly se encerró en esa ermita emocional, y entonces llegó una carta de Betsey.

«Cariño –escribía–, vuelvo a Bambridge para ver a la abuela. No intentes seguirme. Siento haberme llevado todo el dinero, pero en cuanto tenga trabajo te lo devolveré. Puedes pedir el divorcio y casarte con alguien que te dé hijos. Sospecho que yo soy nómada y ya estoy errando otra vez».

Coverly fue al teléfono y llamó a Bambridge. Le contestó la abuela.

–Quiero hablar con Betsey –gritó–, quiero hablar con Betsey.

–No está aquí –dijo la anciana–. Ya no vive aquí. Se casó con Coverly Wapshot y vive con él en algún sitio.

–Yo soy Coverly Wapshot.

–Y si es usted Coverly Wapshot, ¿para qué me molesta? –preguntó la anciana–. Si es usted Coverly Wapshot, ¿por qué no habla directamente con Betsey? Y cuando hable con ella, dígale que se ponga de rodillas para decir sus oraciones. Dígale que si no se arrodilla, no valen.

Luego colgó.

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Sólo de lo perdido. Carlos Castán.

Me pregunté cuánto tiempo haría que no entraba en esa casa una botella de vino. Mi abuelo, que en paz descanse, no era un mal bebedor, recuerdo haberlo ido a buscar de crío más de una vez por las tascas del barrio algunos domingos de comida familiar porque, según decía, se le iba el santo al cielo y todo el mundo esperando con la mesa puesta mientras él pedía una última ronda y hablaba de la guerra y de Luis Miguel Dominguín. Recuerdo esas tabernas llenas de toneles enormes donde solían obsequiarme con un puñado de aceitunas o un boquerón en vinagre y en las que el vino era como una especie de rocío que le salía a la madera del mostrador y a los barriles, un sudor afrutado que invadía el aire donde Sénecas frustrados pontificaban acerca de esto y de lo otro, el gobierno, el Tour de Francia, lo vano de la vida, la velocidad del tiempo. En su último año de vida, acorralado por males sin remedio, la abuela le ponía cocacola en la mesa diciéndole que era vino y a la pobre se le salían las lágrimas de los ojos viendo que aquel hombre, la vieja autoridad de las bodeguillas del barrio, no era ya capaz de notar la diferencia. («Las visitas»).

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La ausencia de alguien que ha muerto es algo que ciertamente no se puede tocar, pero casi. No es ya sólo esa especie de sombra que se desliza por los pasillos y se esconde en los armarios donde se almacenan los trajes que dejó vacíos, sobre todo un par de zapatos negros que siempre parece que van a echar a andar con su leve cojera de excombatiente y perseguirme otra vez por las habitaciones, «yo te enseñaré, pequeño bastardo». No es esa vieja leyenda de toses en medio de la noche que suenan desde lo que fue su cuarto entreabierto, ni fantasmas de piel de agua, ni lamentos de cañerías o viento que golpea las persianas. La ausencia de un muerto reciente es por encima de todo una porción de aire ligeramente más espeso que el resto, que guarda su olor y se posa sobre las cosas como una sombra de nube. («El acomodador»)

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En realidad no sé bien a qué tenía miedo, no era tanto el temor a que se acabara de desmoronar del todo un matrimonio que ya hacía aguas por los cuatro costados como el pánico a que ella me mirase como se mira a un traidor, quizás a alguna lágrima suya que se escaparía sin duda, al mar de preguntas, a no encontrar las palabras y quedarme allí, sonrojado e inerme, culpable de meter en nuestras vidas el veneno de la desconfianza y el fantasma del fin. Miedo también a hacerle daño, siempre medio enferma, con su bata raída de andar por casa, siempre medio cosiendo, medio viendo la tele, miedo de su tristeza, de esa tristeza suya de tardes de costura con mala luz y boleros de abandono y meriendas de café con leche en la mesa de la cocina y juventud que se escapa rauda, como la sangre de una vena acuchillada, a toda velocidad, bragas cada día más grandes, tallas holgadas, ganas de llorar a veces porque sí simplemente, cremas y más cremas en la repisa del lavabo, gafas para casi todo. Esa tristeza como de falta de aire. Iré a verte, Susana, ya verá cómo sí, encontraré el modo. Encontraré el momento, encontraré la forma de decirle que me voy unos días, un par de días aunque sea, un día. Llegaré al lugar en penumbra en donde duermes desnuda y retiraré despacio la sábana que esconce tu suavidad salvaje, ya lo verás, y me acurrucaré con la cara escondida entre tus pechos mientras al otro lado de la ventana suena en sordina el tráfico sobre el suelo mojado, los autobuses de turistas que se dirigen somnolientos al Guggenheim, las furgonetas de reparto, los coches de la policía de aquí para allá, nos amaremos mientras el agua cae mansamente sobre un Bilbao de sombras y árboles grises. Lo haré, mi vida, pero ahora está durmiendo en el sofá y el libro se le ha quedado abierto sobre el pecho, y la veo ahí, Susana, y siento espanto de un dolor que casi puedo tocar, junto a sus ojos cerrados, enredado entre sus dedos. Ella no entendería que quisiera irme, nos hacemos compañía aquí, yo voy siempre a comprar el pan, cada noche le extiendo una pomada por la espalda, escuchamos la radio hasta la madrugada. Ella tiene su genio, y no lo sé, lo mismo mete las narices en todo que ni respira para no molestar. No estoy seguro, pero a lo mejor nuestras vidas por separado tienen que ser por fuerza como túneles oscuros, cuando tú te canses de mí y regreses a tu mundo de sábados girando en la pista y muchachos que ríen apoyados en coches rojos, con sus gafas de sol y su vida por delante. («La falta de aire»).

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Los tiernos lamentos. Yoko Ogawa.

En ese momento resonó el grito de un pájaro, claro y fuerte, que se abría camino entre los abedules. También se hizo perceptible el murmullo de las ramas de los árboles.

–Es conservadora de museo.

Al principio no lo oí bien por el grito del pájaro. Instantes después comprendí que me estaba hablando de su mujer.

–Ella amó más que nadie que yo tocara el piano.

Levanté la mirada hacia su perfil. Inspiró profundamente y, después de dar un golpecito con la regla a la caja de café, prosiguió:

–Seguramente esa fue la causa por la cual no quiso venir conmigo cuando abandoné el piano para dedicarme a la fabricación de clavecines.

–¿Y por qué abandonó el piano? –le pregunté para arrepentirme enseguida de haber formulado la pregunta. Porque acababa de dirigir hacia mí su mirada y permanecía callado. No parecía haberse enfadado. E incluso me pareció que esbozaba una ligera sonrisa. Pero era una sonrisa débil, desalentada, que podía convertirse fácilmente en tristeza.

–Porque carecía de talento –me contestó tras un silencio.

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Con el viento, sus cabellos cortos se levantaban ligeramente antes de volver de inmediato a su lugar. Eran el único punto de su cuerpo que se movía.

Era la primera vez que veía llorar a alguien de una manera tan triste y tan magnífica. Hasta el extremo de que sentía más deseos de mirarla llorar que de intentar consolarla.

 

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Mujeres. Hermenegildo Anglada Camarasa.

 

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Hermen Anglada Camarasa. Javier Ibarrola

 

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Hermen Anglada Camarasa. Javier Ibarrola

 

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Hermen Anglada Camarasa. Javier Ibarrola

 

Hermen Anglada Camarasa. Javier Ibarrola

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«El Gatopardo», Giuseppe Tomasi di Lampedusa. (2)

No había elevado el tono de voz, pero su mano apretaba cada vez con más fuerza la cúpula de San Pedro; al día siguiente se vio que la diminuta cruz de la cúspide estaba hecha trizas. «El sueño, querido Chevalley, el sueño es lo que más desean los sicilianos, y siempre odiarán al que pretenda despertarlos, aunque sea para traerles los mejores regalos; dicho sea entre nosotros, personalmente dudo mucho de que el nuevo reino tenga demasiados regalos para nosotros en su equipaje. Todas las expresiones sicilianas son expresiones oníricas, hasta las más violentas: nuestra sensualidad es deseo de olvido, nuestros escopetazos y nuestras cuchilladas son deseo de muerte; deseo de voluptuosa inmovilidad, o sea también de muerte, son nuestra pereza, nuestros sorbetes de escorzonera o de canela; cuando nos ponemos pensativos, se diría que es la nada queriendo escrutar los enigmas del nirvana. Así se explica el poder desmedido que ejercen aquí ciertas personas: son aquellos que están semidespiertos; como también el famoso siglo de retraso en las manifestaciones artísticas e intelectuales de Sicilia: las novedades sólo nos atraen cuando sentimos que están muertas, que ya no pueden producir corrientes vitales; a ello se debe asimismo ese fenómeno increíble de la creación actual, ante nuestros ojos, de unos mitos que si fueran realmente antiguos despertarían veneración, pero apenas logran ser siniestras tentativas de sumergirse otra vez en un pasado que nos atrae precisamente porque está muerto».

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Los Sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria; toda intromisión de extraños, ya sea por el origen o –si se trata de Sicilianos– por la libertad de las ideas, es un ataque contra el sueño de perfección en que se hallan sumidos, una amenaza contra la calma satisfecha con que aguardan la nada; aunque una docena de pueblos de diversa índole hayan venido a pisotearlos, están convencidos de tener un pasado imperial que les garantiza el derecho a un entierro fastuoso. ¿De verdad cree usted, Chevalley, que es el primero que pretende encauzar a Sicilia en la corriente de la historia universal? ¡Quién sabe cuántos imanes mahometanos, cuántos caballeros del rey Rogelio, cuántos escribas de los suevos, cuántos barones de Anjou, cuántos legistas del Católico concibieron también esa hermosa locura! ¡Y cuántos virreyes españoles, cuántos funcionarios reformadores del reino de Carlos III! ¿Quién recuerda ahora sus nombres? Pero su insistencia fue en vano: Sicilia prefirió seguir durmiendo; ¿por qué hubiese tenido que escucharlos, si es rica, sabia, honesta, si todos la admiran y la envidian, si, para decirlo en una palabra, es perfecta?

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En la débil luz violácea de las cinco y media de la madrugada, Donnafugata se veía desierta y desamparada. Ante cada casa, los desechos de las mesas miserables se acumulaban junto a los muros desconchados; temblorosos perros hurgaban en ellos con afán siempre infecundo. Algunas puertas ya estaban abiertas y el hedor de los que dormían hacinados llegaba hasta la calle; al resplandor de los pabilos, las madres examinaban los párpados de sus hijos enfermos de tracoma; casi todas llevaban luto y muchas habían estado casadas con alguno de esos monigotes que aparecen de improviso a la vuelta de los senderos. Los hombres cogían el azadón y se marchaban en busca de quien, Dios mediante, pudiera darles trabajo; silencio extenuado o voces histéricas chillando a más no poder; por la parte del Santo Spirito el alba marcaba ya su aureola de estaño en las plomizas nubes.

Chevalley pensaba: «Esta situación no durará mucho; con nuestra administración, nueva, ágil, moderna, todo cambiará». El Príncipe se sentía abatido: «Todo esto –pensaba– no debería durar; sin embargo, durará, durará siempre; el «siempre» humano, desde luego, un siglo, dos siglos…; luego será distintos, pero peor. Nosotros hemos sido los Gatopardos, los leones; quienes ocupen nuestro lugar serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, Gatopardos, chacales y ovejas, seguiremos creyéndonos la sal de la tierra». Después de darse mutuamente las gracias se despidieron. Chevalley trepó a la diligencia, suspendida entre cuatro altas ruedas color de vómito. El caballo, lleno de hambre y de mataduras, inició el largo viaje.

Estaba amaneciendo; la poca luz que conseguía atravesar la espesa capa de nubes tropezaba luego con la suciedad inmemorial de la ventanilla. Chevalley estaba solo; entre golpes y tumbos se humedeció con saliva la punta del índice y limpió en el cristal un círculo del tamaño de un ojo. Miró: ante él, bamboleándose bajo la luz cenicienta, se abría el paisaje irredimible.

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Giovanni Fattori, (1825-1908).

 

Autorretrato de G. Fattori. 1854

 

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%22Il muro bianco%22. 1872

 

Carretas romanas, 1873

 

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La rotonda dei Bagni Palmieri. 1866

 

La torre del marzocco. 1885-90

 

La sardigna a livorno. 1865-67

 

Der Steigb�gel. 1878-1879

 

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«El Gatopardo» de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

Pero el jardín, comprimido y macerado entre sus límites, despedía fragancias untuosas, carnales y levemente pútridas como los líquidos aromáticos que destilan las reliquias de ciertas santas; el penetrante olor de los claveles superaba al perfume canónico de las rosas y al oleoso aroma de las magnolias, más densos en los rincones; y también se notaba la escondida fragancia de la menta mezclada con el aroma infantil de la mimosa y el olor a confitería del arrayán, y desde el otro lado del muro los naranjos y limoneros derramaban el olor a alcoba de los primeros azahares.

Era un jardín para ciegos: allí la vista no encontraba más que ofensas; el olfato, en cambio, un manantial de placeres, si no delicados al menos muy intensos. Las rosas Paul Neyron cuyas plantitas él mismo había adquirido en París habían degenerado: estimuladas primero y agotadas luego por los jugos vigorosos e indolentes de la tierra siciliana, quemadas por los julios apocalípticos, se habían transformado en una especie de coles obscenas color carne que sin embargo destilaban una fragancia densa casi indecente que ningún cultivador francés se hubiera atrevido a imaginar. El Príncipe se llevó una a la nariz y pensó que estaba oliendo el muslo de una bailarina de la Ópera. Bendicó, a quien también le fue ofrecida, retrocedió asqueado y se apresuró a buscar sensaciones más saludables en un montón de estiércol y lagartijas muertas.

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El sol, que sin embargo en aquella mañana del 13 de Mayo distaba mucho de haber alcanzado su máxima vehemencia, era evidentemente el auténtico soberano de Sicilia: el sol violento e irrespetuoso, el sol soporífero incluso, que anulaba todas las voluntades y mantenía cada cosa en una inmovilidad servil, acunada por sueños violentos, sacudida por violencias arbitrarias como los sueños mismos.

Il Gattopardo - Film 1963

Todo transcurría con la serenidad de siempre, cuando de pronto Francesco Paolo, el hijo de dieciséis años, irrumpió ruidosamente en el salón: «Papá, don Calogero está subiendo la escalera. ¡Y lleva frack!».

Tancredi valoró la importancia de la noticia un segundo antes que los demás; estaba dedicado a fascinar a la mujer de don Onofrio, pero cuando oyó la palabra fatal no pudo contenerse y estalló en una carcajada convulsiva. En cambio, el Príncipe no rió, pues aquella noticia le afectó mucho más que el parte del desembarco en Masala. Este último había sido un acontecimiento no sólo previsto sino también remoto e invisible. Ahora, en cambio, con lo sensible que era a los presagios y a los símbolos, veía aparecer a la Revolución misma encarnada en aquella corbatita blanca y en aquellos dos faldones negros que subían las escaleras de su casa. Ya no sólo había dejado de ser el principal propietario de Donnafugata, sino que se veía obligado incluso a recibir en traje de diario a un invitado que, como correspondía, se presentaba en traje de etiqueta.

Se sintió muy abatido, y dominado aún por ese sentimiento avanzó como un autómata hacia la puerta para recibir al invitado. Sn embargo, al verlo experimentó cierto alivio. Aunque desde el punto de vista político estuviese perfecto, podía decirse, en cambio, que como pieza de sastrería el frack de don Calogero era una catástrofe. La tela era muy fina, el modelo reciente, pero el corte era sencillamente monstruoso. El Verbo londinense se había encarnado con bastante poca fortuna en el artesano de Agrigento que había escogido don Calogero guiado por su tenaz avaricia. Los faldones elevaban sus puntas hacia el cielo en muda súplica, el ancho cuello era deforme y, por doloroso que resulte, es preciso decir que los pies del alcalde estaban calzados con borceguíes de botones.

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Aquella mañana, poco antes de llegar a la cima de la colina, Arguto y Teresina iniciaron la danza ritual de los perros que han olfateado la caza: se arrastraban, se ponían tensos, levantaban las patas con cautela, ahogaban los ladridos: minutos después un culito cubierto de pelos grises se deslizó entre la hierba, dos disparos simultáneos pusieron fin  a la silenciosa espera; Arguto depositó a los pies del Príncipe un animalillo agonizante. Era un conejo salvaje; la modesta casaca color de greda no había conseguido salvarlo. Horribles heridas le habían desgarrado el hocico y el pecho. Don Fabrizio se vio contemplado por dos grandes ojos negros, que invadidos rápidamente por un velo glauco, lo miraban sin rencor pero cuya expresión de doloroso asombro era un reproche dirigido contra el orden mismo de las cosas; las aterciopeladas orejas ya estaban frías, las patitas se contraían enérgica y rítmicamente, símbolo póstumo de una inútil fuga; el animal moría torturado por una angustiosa esperanza de salvación, imaginando, como tantos hombres, que aún podría superar el trance, cuando ya estaba condenado; mientras los piadosos dedos acariciaban el pobre hociquillo, un último estremecimiento sacudió el cuerpo del animal; el conejo murió, pero Don Fabrizio y Tumeo se habían entretenido; el primero había experimentado, además del placer de matar, el goce tranquilizador de compadecer.

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