«A paso de cangrejo», Günter Grass.

Lazarettschiff  "Wilhelm Gustloff" in Danzig

Eso trató de hacer la película en blanco y negro, con imágenes surgidas en los estudios cinematográficos ante un decorado. Se ve a masas que se agolpan, pasillos atascados, la lucha por subir cada peldaño, se ve a comparsas disfrazados, presos en la cerrada cubierta de paseo, se adivina la escora, cómo sube el agua, se ve a gente que nada en las entrañas del barco, se ve a gente que se ahoga. Y se ven niños en la película. Niños separados de su madre. Niños que llevan de la mano una muñeca bamboleante. Niños perdidos en pasillos ya evacuados. En primer plano, los ojos de niños aislados. Sin embargo, los más de cuatro mil bebés, niños y jóvenes para los que no hubo supervivencia no se pudieron filmar, simplemente por razones de coste, y siguieron y siguen siendo cifras abstractas, como todas las demás cifras de miles, cientos de miles o millones, que lo mismo entonces que ahora sólo se podían y se pueden estimar aproximadamente. Qué quiere decir un cero a la derecha más o menos; en las estadísticas la muerte desaparece detrás de las series de números.

Yo sólo puedo informar sobre lo que se ha citado en otros lugares como declaraciones de los supervivientes. En anchas escaleras y estrechas escalerillas, ancianos y niños murieron pisoteados. Cada uno era su propio prójimo. Los solícitos trataban de anticiparse a la muerte. Así, se dice de un oficial de enseñanza que, en el camarote oficial que se le había asignado, disparó primero con la pistola reglamentaria contra sus tres hijos, luego contra su mujer y finalmente contra sí mismo. Lo mismo se cuenta de personas importantes del Partido y de sus familias, que pusieron punto final en aquellos camarotes especiales que en otro tiempo estaban destinados a Hitler y a su seguidor Ley, y que ahora eran escenario de una autoliquidación. Es de suponer que también Hassan, el perro del capitán de corbeta, fuera igualmente muerto a tiros, concretamente por su amo. También debieron utilizarse armar de fuego en la cubierta superior helada, ya que la orden «¡sólo las mujeres y los niños!» no fue obedecida, por lo que se salvaron principalmente hombres, lo que, objetivamente y sin comentarios, demuestran las estadísticas del balance de vidas.

Un bote que hubiera podido acoger a más de cincuenta personas se lanzó al agua con excesiva precipitación, ocupado sólo por apenas una docena de marineros. Otro bote, al ser arriado demasiado aprisa y quedar colgando del cabo delantero, arrojó a todos sus ocupantes al agitado mar, y luego, al romperse el cabo, cayó sobre los que flotaban. Sólo el bote salvavidas número cuatro, ocupado hasta la mitad por mujeres y niños, fue botado al parecer como es debido. Como los heridos graves del hospital de urgencia llamado el cenador estaban de todas formas perdidos, algunos sanitarios trataron de acomodar algunos heridos leves en los botes: inútilmente.

Hasta la jefatura del barco se ocupó sólo de sí misma. Se habla de un oficial de alta graduación que sacó a su mujer de su camarote en la cubierta superior y comenzó a deshelar en la cubierta de popa los soportes de un esquife de motor que, en tiempos de A la Fuerza por la Alegría, se utilizaba en los viajes a Noruega para excursiones. Cuando consiguió por fin soltar el esquife, resultó –un milagro– que el cabrestante eléctrico funcionaba. Al arriar el esquife desde la cubierta de botes, las mujeres y niños encerrados en la cubierta de paseo vieron por el cristal blindado aquel bote ocupado sólo a medias; y los ocupantes del esquife, por un momento, a aquellos hombres masa que se agolpaban tras los cristales. Se hubieran podido saludar con la mano.Lo que ocurrió luego en el interior del barco no se vio, ni tuvo ocasión de expresarse.

Sólo sé cómo salvaron a Madre.

–Enseguía después del último cataplum me empezaron los dolores…

Cuando yo era niño, apenas comenzaba a contarlo, creía que se trataba de un relato de aventuras divertido:

–Y entonces el doctó me puso rápidamente una indiección… –el «pinchazo» le dio verdadero miedo–. Y los dolores se acabaron.

Debió de ser el doctor Richter quien, ayudado por la enfermera de la unidad, hizo llevar a dos parturientas con bebés y a Madre por la resbaladiza cubierta superior, y las tres mujeres fueron subidas a un bote que, girado ya hacia afuera, colgaba de su pescante. Él, con otra embarazada y una mujer que había tenido un aborto, encontró al parecer acomodo en uno de los últimos botes, por lo visto sin Helga, la enfermera.

Madre me dijo que, al aumentar cada vez más la escora, uno de los cañones antiaéreos de tres centímetros de la cubierta de popa se soltó de sus soportes y destrozó uno de los botes salvavidas.

–Pasó al lao mismo. Tuvimos una suerte…

De manera que, dentro de Madre, dejé el barco que se hundía. Nuestro bote se puso en movimiento y, rodeado de los restos flotantes de los que todavía vivían y de los ya muertos, ganó distancia con respecto al costado de estribor del buque que se escoraba, y del que, antes de que sea demasiado tarde, me gustaría extraer alguna que otra historia. Por ejemplo, la del peluquero de a bordo querido por todos, que, desde hacía años, coleccionaba las monedas de plata de cinco marcos, cada vez más raras. Saltó al mar con unos saquitos repletos en la pretina del pantalón, e inmediatamente, lastrado por el peso de aquellos denarios de plata… Pero no debo contar más historias.

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Ahora me aconseja que abrevie, no, mi patrón insiste en ello. Dice que, como de todas formas no conseguiría expresar con palabras las miles de muertes en el casco del barco y en el mar helado, representar un réquiem alemán o una danza macabra marina, debería ir modestamente al grano. Quiere decir a mi nacimiento.

Todavía no había llegado la hora. En aquel bote en que iba Madre, sin padres ni equipaje, pero con las contradicciones amortiguadas, todos los ocupantes, desde la creciente distancia y en cuanto una ola los levantaba, tenían una vista despejada de Wilhelm Gustloff, que se hundía alarmantemente escorado. Como el reflector de búsqueda del barco de escolta, que se mantenía apartado en difícil posición, barría una y otra vez las estructuras del puente, la cubierta de paseo encristalada y la cubierta superior, que sobresalía oblicuamente hacia estribor, los que se habían salvado en el bote pudieron ver cómo individuos aislados y personas entrelazadas saltaban por la borda. Y, al lado, Madre vio, y vieron todos los que quisieron ver, a personas que flotaban con sus chalecos salvavidas, entre ellas las que aún vivían y pedían socorro a voces o débilmente, rogando que las recogieran en el bote, y otras que, ya muertas, parecían dormidas. Pero peor aún, decía Madre, fue lo de los niños:

–Tós cayeron mal del barco, con la cabeza por delante. Y ahora colgaban de los gordos salvarías con las piernitas hacia arriba…

Y e cuanto más tarde, por ejemplo los oficiales de su brigada de carpinteros o alguno de sus compañeros de cama temporales, le preguntaban cómo siendo joven, se le había puesto el pelo blanco, Madre decía:

–Me pasó cuando vi a tós aquellos niñitos cabeza abaho…

Puede ser que sólo entonces o ya entonces aquel choque produjera su efecto. Cuando yo era niño y Madre tenía veinte años, exhibía su pelo blanco y corto como un trofeo, Porque, en cuanto le preguntaban por él, salía a colación algo que en el Estado de los Trabajadores y Campesinos no era tema permitido: el Gustloff y su naufragio. Pero a veces y de forma casualmente prudente hablaba también del submarino soviético y de los tres torpedos, y entonces se esforzaba siempre por utilizar un rebuscado alemán culto, llamando al comandante del S13 y a sus hombres «héroes de la marina soviética unidos por su amistad a nosotros los trabajadores».

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